Page 18 - Adelphos lykos 7
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      grueso de encina y diole con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle y molerle los brazos y pier- nas, y las manos con que se defendía la cabeza, tanto que casi de todo el cuerpo corría sangre».
«A todo esto el niño llamaba continuamente a Dios, diciendo en su lengua: «Señor Dios mío, habed merced de mí, y si Tú quieres que yo muera, muera yo; y si Tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre». Supo lo que sucedía Tlapaxilotzin, la madre de Cristó- bal, desolada y pidiendo a gritos clemencia para su niño. Pero «aquel mal hombre tomó a su propia mujer por los cabellos y acoceóla hasta se cansar, y llamó a quien se la quitase de allí». En seguida, viendo que el niño seguía vivo, «aunque muy mal llagado y atormentado, mandó- le echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de leña de cortezas de encina secas, que es leña que dura mucho y hace muy recia brasa. En aquel fuego le echó y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente, y el muchacho siempre llamando a Dios y a Santa María». Lo apuñaló después.
Y allí quedó por la noche, medio muerto, «llamando siempre a Dios y a Santa María. Por la mañana dijo el muchacho que llamasen a su padre, el cual vino, y el niño le dijo: “Padre, no pienses que estoy enojado, por- que yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío”. Y dicho esto demandó de beber y diéronle un vaso de cacao, que es en esta tierra casi como en España el vino, no que embeoda, sino sus- tancia, y en bebiéndolo luego murió».
El padre hizo enterrar secretamente al niño, mandó matar a Tlapaxilotzin, la madre, y dio orden severa de callar a todos los de la casa. Pero poco después se cono- cieron los dos asesinatos, y la justicia de los españoles, con mucho temor a provocar un levantamiento, le llevó
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a la horca. El P. Motolinía hizo la crónica del martirio habiendo pasado «doce años que aconteció hasta ahora que esto escribo en el mes de marzo del año treinta y nueve». Es decir, sucedió en 1527, habiéndose termina- do en 1521 la conquista de México.
«Dos años después de la muerte del niño Cristóbal, vino aquí a Tlaxcallan un fraile dominico llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban encaminados a la provincia de Huaxyacac. A la sazón era aquí en Tlaxcalan guardián nuestro de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados para que les ayudasen en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los muchachos si ha- bía alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofre- ciéronse dos muy bonitos y hijos de personas muy prin- cipales. Al uno llamaban Antonio -éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan-, al otro llamaban Diego».
Conociendo fray Martín la peligrosidad de aquella mi- sión, les puso muy sobre aviso para que lo pensaran bien. «A esto, ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu Santo, respondieron: “Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con los padres, y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios”».
Recibieron la bendición de fray Martín, y se fueron los muchachos con los dos dominicos, «y allegaron a Tepe- yacac, que es casi diez leguas de Tlaxcallan. Aquel tiem- po en Tepeyacac no había monasterio como le hay aho- ra, e iban [los misioneros] muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios los ídolos y se los trajesen». Ellos conocían la lengua, y normalmente, por ser niños, podían realizar tal empeño sin que peli- grasen sus vidas.
«En esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los [ídolos] que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca. Al uno llamaban Coatlichan, y al otro le llaman el pueblo de Orduña, porque está encomendado a un Francisco de Orduña».
«De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, e iba con él el otro su paje llamado Juan. Ya en esto algunos señores y principales se habían concertado de matar a estos niños, según después pare- ció. La causa era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña, a buscar en el otro que se dice Coatlichan, si había algunos. Y en- trando en una casa, no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro su criadillo. Y estando allí vinieron dos indios principales, con unos leños de encina, y en llegando, sin decir palabra, descar- gan sobre el muchacho llamado Juan, que había queda-
























































































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