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El hombre de Dios lo aceptó con profundo agradecimiento. Pero no le quedó oculta la asechanza que en el pan se encerraba.
Pues bien, a la hora de la comida, un cuervo solía ir desde el bosque cercano a picotear el pan de su mano.
Llegó, pues, como de costumbre, y el hombre de Dios le echó enfrente el pan que había recibido como regalo del sacerdote, ordenándole: «En nombre de Jesucristo nuestro Señor, toma este pan y arrójalo en un lugar donde no pueda ser encontrado por nadie».
El cuervo, abriendo bien el pico, extendió las alas y empezó a revolotear en torno al pan y a crositar como para decir abiertamente que quería obedecer la orden, pero que no podía: «Tómalo, tómalo sin miedo y arrójalo donde no pueda ser encontrado». Después de mucho vacilar, por fin lo agarró con el pico, lo levantó y se fue. Regresó después de tres horas sin el pan y entonces tomó su alimento de la mano del hombre de Dios, como costumbre.
El venerable padre Benito, dándose cuenta que el corazón de aquel sacerdote se encarnizaba cada vez más contra su vida, se dolió más por él que
por sí mismo.